Andando...

Arturo iluminaba mi cara mientras iba de camino al lugar que tenía prohibido y mi conciencia me tiraba de los nervios mientras recorría el sendero. Pero llegué. Llegamos. Loi y yo.

Me prestaron la nube que estaba varada en el estacionamiento del lugar donde mis memorias eran prisioneras. Me monté llena de ansiedad, y fuy de visita a Loi, ¡tenía que salir de aquel lugar de inmediato!

Al llegar a su castillo temporal, ella se trenzaba el pelo cobrizo, y solo me saludó. Ambas guardamos silencio por un momento. Ella sabía lo que pasaba por mi mente, y yo sabía lo que ella necesitaba. De la nada, su voz pareció decir palabras mágicas:
- vámonos.

Dudé, pero ya en camino. Como estuve a punto de estropear un vehículo con mi nube por lo mal que me había estacionado, ella decidió tomar el timón.
Comenzó la travesía. Arturo iluminaba mi cara mientras iba de camino al lugar que tenía prohibido y mi conciencia me tiraba de los nervios mientras recorría el sendero. Pero llegué. Llegamos. Loi y yo.

Pasamos por el mar y por la montaña, por donde los autos tenían permitido chocar unos con otros, por donde las palmas eran residencias y las estrellas tenían su propia colina, por una división de caminos y por un cañaveral de algodón. Y llegamos, Loi y yo.

Encontramos al gigante, pero no bailamos con él. Lo invitamos a subir a nuestra nube y nos confesó nada, y sus conversaciones con la arena. Miradas y desdenes y risas y deseos y todo se acabó, en menos de diez minutos de pterodáctilo.

Leidy González
4/mayo/2008

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Primera parte.
Arturo es el sol, el de cada día, el que está en el cielo.